UNA TIERRA PARA CAMINAR
El trabajo era duro, pero todo se hacía por una razón.
El paisaje agrario de Ibiza ha sufrido una profunda transformación durante el último siglo, pero todavía quedan restos de agricultura tradicional que resisten la ola de modernización. Esas granjas, que suelen pasar de una generación a otra de una misma familia, permiten asomarse a una época pasada regida por la simplicidad y la sostenibilidad.
Los campesinos tradicionales, curtidos por el sol y el duro trabajo, siempre han poseído un conocimiento innato del ecosistema de la isla y han adaptado sus cultivos a los ritmos de la naturaleza. Desde las laderas en terrazas cubiertas de olivos hasta verdes valles con naranjos y limoneros, todo el terreno cultivable está cuidado al detalle.
“Nací aquí, en la finca de Ca Na Bet, que ha funcionado como granja toda mi vida. Cuando era niño, tenía que ir andando a la escuela por la mañana y luego regresaba a casa para echar una mano en la granja por las tardes. El trabajo no faltaba: arar, sembrar, cosechar, tejer… También teníamos que conservar la cosecha para el invierno. Mi padre me enseñó a trabajar con un burro y un carro, como él siempre hacía. Dejé la escuela a los 14 años para dedicarme sólo a la granja. Así aprendí todo lo que sé. La vida era muy simple, a la manera tradicional. El trabajo era duro, pero también gratificante y todo se hacía por una razón. Al menos una vez al año, mis padres iban a la Vila (la ciudad de Ibiza) con el caballo y el carro para vender pollos, huevos y productos frescos de la granja. El dinero que ganaban lo empleaban en comprar una camisa o un traje para mi padre. El viaje a la Vila era todo un acontecimiento y se preparaba con mucha antelación.
En la granja teníamos cabras, cerdos y gallinas, y en los campos cultivábamos tomates, maíz, pimientos y patatas. ¡Teníamos tantas patatas que a veces venían camiones para llevárselas a Inglaterra!
Una vez al año, mis padres iban a la ciudad de Ibiza con el caballo y el carro.
Eso se podía hacer en aquellos años porque en Ibiza había mucha agua. Ahora ya no es así, pero cuando era joven solía bañarme con los amigos en el río que había cerca de casa. Nos encantaba pescar las anguilas que subían desde el mar en Santa Eulalia, aunque ahora parezca increíble. Usábamos una noria tradicional que movíamos con una mula para extraer agua del terreno. El agua estaba a siete u ocho metros de profundidad y pasaba a una serie de acequias para regar los campos. Recuerdo que cerca de casa había un trozo de tierra con tanta humedad que a veces se podía plantar arroz.
Ibiza era un lugar muy tranquilo en aquella época. No había coches y sabíamos muy poco de lo que pasaba fuera del norte de la isla. Cuando empezó el turismo a principios de los años 60, mucha gente de la península vino a Ibiza a buscar trabajo. Se construía mucho y yo trabajé como obrero en Santa Eulalia durante algunos años. Allí aprendí a tocar el acordeón y he seguido haciéndolo toda la vida. En el norte todos me conocen como Juan del Acordeón. Creo que el turismo ha sido beneficioso para la isla, pero hay que evitar los excesos. Tenemos que seguir respetando la isla y la tierra para poder comprenderlas. En mis 80 años, Ibiza ha cambiado más de lo que podía imaginar. Ahora la vida parece más fácil, pero en realidad es mucho más complicada que antes. Doy gracias por seguir recorriendo todos los días los mismos campos que cuando era niño.”